Tal dia como ayer de 1843 nació Benito Pérez Galdós, escritor español, cuyo nombre completo era Benito María De Los Dolores Pérez Galdós.
Os propongo un cuento irónico y muy divertido de este extraordinario fabulador : "El Don Juan"
El Don Juan
«Ésta no se me escapa: no se me escapa, aunque se opongan a mi triunfo todas las potencias infernales», dije yo siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin apartar de ella los ojos, sin cuidarme de su acompañante, sin pensar en los peligros que aquella aventura ofrecía.
¡Cuánto me acuerdo
de ella! Era alta, rubia, esbelta, de grandes y expresivos ojos, de majestuoso
y agraciado andar, de celestial y picaresca sonrisa. Su nariz, terminada en una
hermosa línea levemente encorvada, daba a su rostro una expresión de desdeñosa
altivez, capaz de esclavizar medio mundo. Su respiración era ardiente y
fatigada, marcando con acompasadas depresiones y expansiones voluptuosas el
movimiento de la máquina sentimental, que andaba con una fuerza de caballos de
buena raza inglesa. Su mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por
el sopor normal que la irradiación calurosa de su propia tez le producía,
salían furtivos rayos, destellos perdidos que quemaban mi alma. Pero mi alma
quería quemarse, y no cesaba de revolotear como imprudente mariposa en torno a
aquella luz. Sus labios eran coral finísimo; su cuello, primoroso alabastro;
sus manos, mármol delicado y flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del
mesmo sol escurecían. En el hemisferio meridional de su rostro, a algunos
grados del meridiano de su nariz y casi a la misma latitud que la boca, tenía
un lunar, adornado de algunos sedosos cabellos que, agitados por el viento, se
mecían como frondoso cañaveral. Su pie era tan bello, que los adoquines parecían
convertirse en flores cuando ella pasaba; de los movimientos de sus brazos, de
las oscilaciones de su busto, del encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo
decir? Su cuerpo era el centro de una infinidad de irradiaciones eléctricas,
suficientes para dar alimento para un año al cable submarino.
No había oído su
voz; de repente la oí. ¡Qué voz, Santo Dios!, parecía que hablaban todos los
ángeles del cielo por boca de su boca. Parecía que vibraba con sonora melodía
el lunar, corchea escrita en el pentagrama de su cara. Yo devoré aquella nota;
y digo que la devoré, porque me hubiera comido aquel lunar, y hubiera dado por
aquella lenteja mi derecho de primogenitura sobre todos los don Juanes de la
tierra.
Su voz había
pronunciado estas palabras, que no puedo olvidar:
-Lurenzo, ¿sabes que
comería un bucadu? -Era gallega.
-Angel mío -dijo su
marido, que era el que la acompañaba-: aquí tenemos el café del Siglo, entra y
tomaremos jamón en dulce.
Entraron, entré; se
sentaron, me senté (enfrente); comieron, comí (ellos jamón, yo... no me acuerdo
de lo que comí; pero lo cierto es que comí).
Él no me quitaba los ojos de
encima. Era un hombre que parecía hecho por un artífice de Alcorcón,
expresamente para hacer resaltar la belleza de aquella mujer gallega, pero modelada en mármol
de Paros por Benvenuto Cellini.
Era un hombre bajo y regordete, de rostro
apergaminado y amarillo como el forro de un libro viejo: sus cejas angulosas y
las líneas de su nariz y de su boca tenían algo de inscripción. Se le hubiera
podido comparar a un viejo libro de 700 páginas, voluminoso, ilegible y
apolillado. Este hombre estaba encuadernado en un enorme gabán pardo con cantos
de lanilla azul.
Después supe que era
un bibliómano.
Yo empecé a
deletrear la cara de mi bella galleguita.
Soy fuerte en la
paleontología amorosa. Al momento entendí la inscripción, y era favorable para
mí.
-Victoria -dije, y
me preparé a apuntar a mi nueva víctima en mi catálogo. Era el número 1.003.
Comieron, y se
hartaron, y se fueron.
Ella me miró
dulcemente al salir. Él me lanzó una mirada terrible, expresando que no las
tenía todas consigo; de cada renglón de su cara parecía salir una chispa de
fuego indicándome que yo había herido la página más oculta y delicada de su
corazón, la página o fibra de los celos.
Salieron, salí.
Entonces era yo el
don Juan más célebre del mundo, era el terror de la humanidad casada y soltera.
Relataros la serie de mis triunfos sería cosa de no acabar. Todos querían
imitarme; imitaban mis ademanes, mis vestidos. Venían de lejanas tierras sólo
para verme. El día en que pasó la aventura que os refiero era un día de verano,
yo llevaba un chaleco blanco y unos guantes de color de fila, que estaban
diciendo comedme.
Se pararon, me paré;
entraron, esperé; subieron, pasé a la acera de enfrente.
En el balcón del
quinto piso apareció una sombra: ¡es ella!, dije yo, muy ducho en tales lances.
Acerqueme, mire a lo
alto, extendí una mano, abrí la boca para hablar, cuando de repente, ¡cielos
misericordiosos! ¡cae sobre mí un diluvio!... ¿de qué? No quiero que este
pastel quede, si tal cosa nombro, como quedaron mi chaleco y mis guantes.
Lleneme de ira: me
habían puesto perdido. En un acceso de cólera, entro y subo rápidamente la
escalera.
Al llegar al tercer piso, sentí
que abrían la puerta del quinto. El marido apareció y descargó sobre mí con
todas sus fuerzas un objeto que me descalabró: era un libro que pesaba sesenta
libras. Después otro del mismo tamaño, después otro y otro; quise defenderme,
hasta que al fin una Compilatio decretalium me remató: caí al suelo sin sentido.
Cuando volví en mí,
me encontré en el carro de la basura.
Levanteme de aquel
lecho de rosas, y me alejé como pude. Miré a la ventana: allí estaba mi verdugo
en traje de mañana, vestido a la holandesa; sonrió maliciosamente y me hizo un
saludo que me llenó de ira.
Mi aventura 1.003
había fracasado. Aquélla era la primera derrota que había sufrido en toda mi
vida. Yo, el don Juan por excelencia, ¡el hombre ante cuya belleza, donaire,
desenfado y osadía se habían rendido las más meticulosas divinidades de la
tierra!... Era preciso tomar la revancha en la primera ocasión. La fortuna no
tardó en presentármela.
Entonces, ¡ay!, yo
vagaba alegremente por el mundo, visitaba los paseos, los teatros, las
reuniones y también las iglesias.
Una noche, el azar,
que era siempre mi guía, me había llevado a una novena: no quiero citar la
iglesia, por no dar origen a sospechas peligrosas. Yo estaba oculto en una
capilla, desde donde sin ser visto dominaba la concurrencia. Apoyada en una
columna vi una sombra, una figura, una mujer. No pude ver su rostro, ni su
cuerpo, ni su ademán, ni su talle, porque la cubrían unas grandes vestiduras
negras desde la coronilla hasta las puntas de los pies. Yo colegí que era hermosísima,
por esa facultad de adivinación que tenemos los don Juanes.
Concluyó el rezo;
salió, salí; un joven la acompañaba, «¡su esposo!», dije para mí, algún
matrimonio en la luna de miel.
Entraron, me paré y
me puse a mirar los cangrejos y langostas que en un restaurante cercano se
veían expuestos al público. Miré hacia arriba, ¡oh felicidad! Una mujer salía
del balcón, alargaba la mano, me hacía señas... Cercioreme de que no tenía en
la mano ningún ánfora de alcoba, como el maldito bibliómano, y me acerqué. Un
papel bajó revoloteando como una mariposa hasta posarse en mi hombro. Leí: era
una cita. ¡Oh fortuna!, ¡era preciso escalar un jardín, saltar tapias!, eso era
lo que a mí me gustaba. Llegó la siguiente noche y acudí puntual. Salté la
tapia y me hallé en el jardín.
Un tibio y azulado
rayo de luna, penetrando por entre las ramas de los árboles, daba melancólica
claridad al recinto y marcaba pinceladas y borrones de luz sobre todos los
objetos.
Por entre las ramas
vi venir una sombra blanca, vaporosa: sus pasos no se sentían, avanzaba de un
modo misterioso, como si una suave brisa la empujara. Acercose a mí y me tomó
de una mano; yo proferí las palabras más dulces de mi diccionario, y la seguí;
entramos juntos en la casa. Ella andaba con lentitud y un poco encorvada hacia
adelante. Así deben andar las dulces sombras que vagan por el Elíseo, así debía
andar Dido cuando se presentó a los ojos de Eneas el Pío.
Entramos en una habitación
oscura. Ella dio un suspiro que así de pronto me pareció un ronquido,
articulado por unas fauces llenas de rapé. Sin embargo, aquel sonido debía
salir de un seno inflamado con la más viva llama del amor.
Yo me postré de
rodillas, extendí mis brazos
hacia ella... cuando de pronto un ruido espantoso de risas resonó detrás de mí;
abriéronse puertas y entraron más de veinte personas, que empezaron a darme de
palos y a reír como una cuadrilla de demonios burlones. El velo que cubría mi
sombra cayó, y vi, ¡Dios de los cielos!, era una vieja de más de noventa años,
una arpía arrugada, retorcida, seca como una momia, vestigio secular de una
mujer antediluviana, de voz semejante al gruñido de un perro constipado; su
nariz era un cuerno, su boca era una cueva de ladrones, sus ojos, dos grietas
sin mirada y sin luz. Ella también se reía, ¡la maldita!, se reía como se
reiría la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera hecho el amor.
Los golpes de
aquella gente me derribaron; entre mis azotadores estaban el bibliómano y su
mujer, que parecían ser los autores de aquella trama.
Entre puntapiés, pellizcos,
bastonazos y pescozones, me pusieron en la calle, en medio del arroyo, donde
caí sin sentido, hasta que las matutinas escobas municipales me hicieron
levantar. Tal fue la singular aventura del don Juan más célebre del universo.
Siguieron otras por el estilo; y siempre tuve tan mala suerte, que
constantemente paraba en los carros que recogen por las mañanas la inmundicia
acumulada durante la noche. Un día me trajeron a este sitio, donde me tienen
encerrado, diciendo que estoy loco. La sociedad ha tenido que aherrojarme como
a una fiera asoladora; y en verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera destruido.
¡Cuánto tiempo sin ver un billete verde!
ResponderEliminarAhora voy a leerme el cuento.
Un saludo,
Vict
Muy divertido el relato. Preciosas las descripciones de los personajes sobre todo la del bibliómano. A pesar de que don Juan considera a las mujeres como conquista, tengo simpatía por él.
ResponderEliminar¿Creéis que hoy en día los hombres han perdido la galantería?
M.teresa
Los hombres españoles en general son menos galantes que los italianos, aunque creo que en los últimos 20 años los italianos cuando ya han conquistado se parecen mucho a los españolitos ;)
EliminarA propósito, a mí me parecen también fantásticas las descripciones.
De nuevo, saludos,
Vict