Honor de automovilista
En un mundo
gobernado por el Kaos, la idea de guerreros
robóticos que defendían la justicia
luchando contra despiadados invasores extranjeros, o bien,
contra organizaciones criminales de
humanos degenerados, lo fascinaba desde su
niñez.
Después comenzó a
notar la similitud entre los vehículos espaciales y las armaduras tradicionales
que
se veían en las películas de Kurosawa, mientras lo hechizaba la feminidad
comedida y envuelta en metros de tejidos apreciados de las cortesanas con los
ojos en forma de almendra.
En cuanto tuvo la posibilidad,
aquel lejano país fue el destino de su primer y costoso vuelo intercontinental.A partir de ese
momento, de vuelta a casa, no había tenido más dudas, sus gestos y sus expresiones
se habían desarrollado lentos y cargados, lo mismo que en una representación de
teatro “NO”.
Listo, después de
largas horas de meditación mirando las
propuestas comerciales de las diferentes casas automovilísticas que
obsesionaban en el éter sus coterráneos, la cara bien afeitada para una serena
solicitud de marcha de prueba del coche hìbrido con el consumo más bajo de su
clase, su chequera y su tarjeta de crédito bien envainadas en la brillante
cartera.
Recordaba ese
momento, mientras en la autopista
congestionada por el tráfico de la primera vuelta de la tarde, la de los burgueses que “ no tienen que servir el imperio
más allá de la hora del almuerzo “, escuchaba en la radio-cd un viejo romance
sobre la ingeunidad infantil.
Seguía volviendo
la hoja en la que destacaba la insignia de un público potentado, una entidad
del gobierno inflexible y de largas influencias.
Habían transcurrido diez largos años desde que
joven empleado principiante, con el primer premio de productividad ganado con
honor y reconocido por todos los colegas, había comprado su medio de transporte
motorizado.
Hoy años después, su juvenil desinterés por las
obligaciones y la disciplina, lo ponían
contra la pared: no había pagado, por lo menos durante tres años y otro tenía
que descubrir penetrando en los rincones más oscuro de su culpa, las tasas por
la posesión de su primer coche.
Los números,
las fechas, las firmas, lo clavaban como cuchillos afilados en la alfombrilla y
en el respaldo, los músculos tensos de sus brazos se apoderaban del volante con ira y decisiòn.
Estaba tomando el camino equivocado, con furor hasta la sede del ente
imponedor, pero frenó y su respiración se paró en el verde.
No habría escapado a sus responsabilidades, fiel a
su empresa durante los largos años de una carrera exitosa y honorable, habría
llevado su cabeza inclinada bajo el trono del soberano absoluto, el Estado, que
con aquella notificaciòn lo convocaba a su presencia.
Sabía que para nada habría servido la atención y la dedicación demostradas en la madurez, hacia las
normas del código de la circulación, hacia la justicia superior de las matrículas alternas
de los vehÍculos, hacia la autoridad de las guardias de tráfico con sus
brillantes cascos blancos y tampoco el
respeto de los vulnerables peatones.
Pensaba que tarde o temprano sería la hora de
elegir, si errar por el mundo con la carga de las carpetas de impuestos que
como sombras oscuras te habrían espiado detrás cada arbusto, sin un hogar, sin
un Señor al que proteger, sin dama a quien rendir homenaje o someterse a la
voluntad constituida.
Por lo tanto se presentó a la puerta donde los empleados de guardia lo
acompañaron a la presencia del oficial encargado de la
justicia automovilística.
Escuchó en silencio la lista de sus
faltas, cuyo sonido se hizo eco en el gran salón en el que
brillaban como hachas doradas los bordes de los anuncios emitidos para disciplinar
la materia.
La voz del delegado era mecánica y seria, pero en
consonancia con el valor de un hombre
digno de respeto; por lo que decidió, se abrió de golpe la camisa blanca bajo
la chaqueta a rayas, girando con un movimiento suave y elegante la corbata
detrás el cuello, tomó la llave de encendido de su bolsillo y cortó de lado a
lado el plástico que cubrìa el dispositivo para accionar el cierre centralizado
y el sistema de alarma y le dio con
fuerza contra el borde de la mesa del funcionario, que tras un momento de
sorpresa, lo miró comprensivo renunciar a su naturaleza de conductor para
volver a la existencia de simple peatón.
Había sacrificado su propio coche que sería
confiscado, vendido, humillado, posiblemente derribado y de todas formas
perdido en los caminos del mundo, pero no su honor y una vez recuperada la
respetabilidad fiscal, que sabía que merecía, volviendo a empezar con una
humilde bicicleta si fuera necesario, habría podido un día, dirigir la cabeza
orgullosa para admirar el amanecer levantarse rojo, bajo el techo panorámico de
un sedán.
Feliz Pascua, Gaetano.
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