viernes, 29 de marzo de 2013

un cuento para leer durante las vacaciones de Pascua




Honor de automovilista


En  un  mundo  gobernado  por  el  Kaos,  la  idea  de  guerreros  robóticos  que defendían la justicia
luchando  contra  despiadados  invasores  extranjeros, o  bien, contra  organizaciones  criminales  de
humanos degenerados, lo fascinaba desde su niñez.
Después comenzó a notar la similitud entre los vehículos espaciales y las armaduras tradicionales que
se veían en las películas de Kurosawa, mientras lo hechizaba la feminidad comedida y envuelta en metros de tejidos apreciados de las cortesanas con los ojos en forma de almendra.
En cuanto tuvo la posibilidad, aquel lejano país fue el destino de su primer y costoso vuelo intercontinental.A partir de ese momento, de vuelta a casa, no había tenido más dudas, sus gestos y sus expresiones se habían desarrollado lentos y cargados, lo mismo que en una representación de teatro “NO”.
Por lo tanto, tenía que ser un vehículo japonés. Se vistió lentamente para ir al concesionario.
Listo, después de largas  horas de meditación mirando las propuestas comerciales de las diferentes casas automovilísticas que obsesionaban en el éter sus coterráneos, la cara bien afeitada para una serena solicitud de marcha de prueba del coche hìbrido con el consumo más bajo de su clase, su chequera y su tarjeta de crédito bien envainadas en la brillante cartera.
Recordaba ese momento, mientras   en la autopista congestionada por el tráfico de la primera vuelta de la tarde, la de los  burgueses que “ no tienen que servir el imperio más allá de la hora del almuerzo “, escuchaba en la radio-cd un viejo romance sobre la ingeunidad infantil.
Seguía volviendo la hoja en la que destacaba la insignia de un público potentado, una entidad del gobierno inflexible y de largas influencias.
Habían transcurrido diez largos años desde que joven empleado principiante, con el primer premio de productividad ganado con honor y reconocido por todos los colegas, había comprado su medio de transporte motorizado.
Hoy años después, su juvenil desinterés por las obligaciones y  la disciplina, lo ponían contra la pared: no había pagado, por lo menos durante tres años y otro tenía que descubrir penetrando en los rincones más oscuro de su culpa, las tasas por la posesión de su primer coche.
Los  números, las fechas, las firmas, lo clavaban como cuchillos afilados en la alfombrilla y en el respaldo, los músculos tensos de sus brazos se  apoderaban del volante con ira y decisiòn. Estaba tomando el camino equivocado, con furor hasta la sede del ente imponedor, pero frenó y su respiración se paró en el verde.
No habría escapado a sus responsabilidades, fiel a su empresa durante los largos años de una carrera exitosa y honorable, habría llevado su cabeza inclinada bajo el trono del soberano absoluto, el Estado, que con aquella notificaciòn lo convocaba a  su presencia.
Sabía  que  para    nada   habría   servido   la   atención    y   la   dedicación demostradas  en la madurez, hacia las normas del código de la circulación, hacia la justicia superior de las matrículas alternas de los vehÍculos, hacia la autoridad de las guardias de tráfico con sus brillantes cascos blancos y tampoco  el respeto de los vulnerables peatones.
Pensaba que tarde o temprano sería la hora de elegir, si errar por el mundo con la carga de las carpetas de impuestos que como sombras oscuras te habrían espiado detrás cada arbusto, sin un hogar, sin un Señor al que proteger, sin dama a quien rendir homenaje o someterse a la voluntad constituida.
Por lo tanto se presentó a  la puerta donde los empleados de guardia lo acompañaron  a la presencia del oficial encargado de la justicia  automovilística.
Escuchó en silencio la lista de sus faltas, cuyo sonido se hizo eco en el gran salón en el que brillaban como hachas doradas los bordes de los anuncios emitidos para disciplinar la materia.
La voz del delegado era mecánica y seria, pero en consonancia  con el valor de un hombre digno de respeto; por lo que decidió, se abrió de golpe la camisa blanca bajo la chaqueta a rayas, girando con un movimiento suave y elegante la corbata detrás el cuello, tomó la llave de encendido de su bolsillo y cortó de lado a lado el plástico que cubrìa el dispositivo para accionar el cierre centralizado y el sistema de alarma  y le dio con fuerza contra el borde de la mesa del funcionario, que tras un momento de sorpresa, lo miró comprensivo renunciar a su naturaleza de conductor para volver a la existencia de simple peatón.
Había sacrificado su propio coche que sería confiscado, vendido, humillado, posiblemente derribado y de todas formas perdido en los caminos del mundo, pero no su honor y una vez recuperada la respetabilidad fiscal, que sabía que merecía, volviendo a empezar con una humilde bicicleta si fuera necesario, habría podido un día, dirigir la cabeza orgullosa para admirar el amanecer levantarse rojo, bajo el techo panorámico de un sedán.
Feliz Pascua, Gaetano.

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